¿Quién no conoce el dióxido de carbono (CO2)? El gas, tan relacionado con la vida en este planeta, se ha convertido en una referencia única para medir fenómenos como el efecto invernadero o para establecer límites de emisiones en la industria. Aun conociéndolo, entender qué representan sus emisiones no es tan sencillo, sobre todo en el ámbito del transporte.
Es sabido que del tubo de escape de los coches se desprende toda una serie de agentes contaminantes, entre los que se encuentra el dióxido de carbono. Sin embargo, la primera gran diferencia del CO2 con respecto a otros gases como la familia de los óxidos de nitrógeno (NOx) o las partículas en suspensión (PM) es que no posee un impacto nocivo sobre nuestra salud.
Entonces, ¿por qué la urgencia para paliar sus emisiones? ¿Por qué fabricantes como Volvo están impulsando un cambio en la industria para neutralizar las emisiones de este gas cuanto antes?
Responsable directo del efecto invernadero
El dióxido de carbono, junto al metano (CH4) y los mencionados NOx y PM, constituyen las principales amenazas gaseosas a la estabilidad climática. Sus variaciones inciden sobre el clima y, en general, sobre todos los ecosistemas terrestres.
Su proporción en la atmósfera es ínfima (solo el 0,03 %) y, por este mismo motivo, las repercusiones de aumentar esos niveles reverberan. En apenas 200 años, la especie humana «ha conseguido» aumentar un 27 % los niveles de CO2 en la atmósfera hasta casi tres trillones de toneladas. Los expertos indican de forma unánime que no podemos continuar semejante senda, pues se incurriría en un descontrol climático.
En cuestión de sus emisiones, se suele distinguir entre las naturales y aquellas genuinamente humanas, como la deforestación o las provenientes de los combustibles fósiles.
¿Cuánto CO2 se debe al transporte?
Dicho esto, parece lógico que el dióxido de carbono se haya convertido en ese referente. Todo plan de sostenibilidad que se precie no deja de cuantificar las toneladas de CO2 que ahorra a la atmósfera. Ahora bien, resulta complicado sopesar qué significan todas esas cifras y valores en un contexto amplio.
Si nos centramos en la industria de la automoción, el dióxido de carbono es un protagonista indiscutible. Las autoridades lo han venido utilizando para poner límites a los fabricantes. No obstante, algunas compañías como Volvo han tomado la iniciativa. De hecho, el fabricante sueco entiende que, como parte del problema, ha de ser también parte de la solución, aportando una hoja de ruta con propuestas concretas:
- En la pasada década, la introducción de diferentes tecnologías de hibridación o sistemas de mejora de la eficiencia.
- De cara a los próximos años, su objetivo es alcanzar la electrificación total.
- Inversión en la transición energética de sus plantas de producción.
- Mejora en los procedimientos productivos, en la potenciación del reciclaje o en la utilización de materiales con menos emisiones asociadas.
Mientras, otras firmas se han mostrado reticentes por la dependencia industrial y económica de sus modelos productivos hacia los combustibles fósiles. Aquí es donde la cosa se complica.
Vayamos por partes. En primer lugar, el transporte es una fuente problemática de emisiones entre las que se incluyen no solo el dióxido de carbono. Reducir su proporción tiene un doble efecto, tanto sanitario como medioambiental. Sin embargo, ¿qué impacto, en términos de CO2, se desprende del sencillo gesto de conducir un coche?
Lo cierto es que del sector del transporte proviene casi un tercio de las emisiones del gas. Dentro del mismo, el transporte terrestre es el rey al aglutinar el 72 % de las emisiones de la anterior porción (en el caso de España, llega hasta el 79 % o, lo que es mismo, en torno al 25 % del total de las emisiones de CO2). Ese 72 % del transporte terrestre se divide, según la Agencia Europea de Medio Ambiente, del siguiente modo:
- 60,7 % de emisiones por parte de los automóviles.
- 26,2 % por parte de los vehículos pesados.
- 11,9 % lo emiten las furgonetas.
- El 1,2 % las motocicletas.
El nada sencillo panorama con el CO2 en la automoción
La Unión Europea lleva años tomando cartas en el asunto, pero su éxito es relativo. El compromiso incluye reducir en un 60 % el aporte de CO2 en el transporte llegados a 2050. Por eso, se ha ido estableciendo un escalonamiento en la reducción de la carga de dióxido de carbono por vehículo y fabricante según la masa de cada unidad producida. Por ejemplo, marcó para 2020 (retrasado a 2021) un límite de 95 g/km de CO2 para los turismos (con bastantes puntualizaciones), con una sanción de 95 euros por cada gramo de dióxido de carbono y unidad matriculada que pase la repetida cifra.
La normativa comunitaria es severa, pero a la vez «comprensiva» con la industria. Está repleta de excepciones y de tantos giros jurídicos como pueda tener un melodrama de sobremesa. Si esto ya resulta algo complejo, a partir de 2026 entrará en juego un sistema de derechos de emisiones de CO2 que incluye a la automoción.
En cualquier caso, los fabricantes lo están teniendo complicado para cumplir con esos límites. De hecho, Volvo es de las pocas compañías que ya han conseguido alcanzar el límite de emisiones de 2020. Este logro del fabricante sueco se debe a su afán no de esperar a actuar por obligación institucional, sino de considerar la sostenibilidad dentro de su filosofía entre las prioridades más acuciantes.
Por si fuera poco esto… hablemos «del pozo a la rueda»
Ya no se trata tanto de encontrar una solución definitiva, sino de comprender las aristas de la problemática que acarrean los gases de efecto invernadero en relación las acciones que se están tomando.
La electrificación se torna como una herramienta imprescindible, pero no puede ser la única. En materia de CO2, se da la curiosa evidencia de que las motorizaciones diésel emiten menos CO2 que los propulsores de explosión a base de gasolina: 2,35 kg por 2,64 kg en datos del IDAE. Ahora bien, la norma EURO (otra de las caras del poliedro jurídico de la UE con las emisiones) ya se ha encargado de defenestrarlas debido a los otros agentes contaminantes, peligrosos para la salud, que también generan.
Si entramos en comparaciones, los mayores detractores de la movilidad eléctrica se jactan de descubrir que un coche eléctrico emite más CO2 que uno térmico. Los estudios, que por desgracia se popularizan ocasionalmente, quieren tener en cuenta todos los factores asociados a la fabricación de un vehículo: desde su concepción hasta la puesta en marcha, sin escatimar, por supuesto, la información sobre cómo se produce la energía que alimenta su motor. Una realidad que Volvo tuvo en cuenta desde la génesis de la gama Recharge.
La grave falacia en la que incurren esos estudios que titulan que un coche eléctrico «contamina más» es que consideran que toda la energía eléctrica que consume se ha generado a base de carbón.
La realidad resulta algo diferente y, como se viene comprobando, compleja. La sostenibilidad del coche eléctrico depende de forma directa del mix energético de cada región. Otra vez la Agencia Europea del Medio Ambiente arroja algo de luz sobre este asunto:
«Si se tiene en cuenta la combinación energética media en Europa, los coches eléctricos son más limpios que los que funcionan con gasolina. A medida que la proporción de electricidad proveniente de fuentes renovables aumente en el futuro, los automóviles eléctricos serán menos dañinos para el medio ambiente».
Una acción (irremediablemente) conjunta por este planeta
De ahí que desde Volvo entiendan el desafío por la neutralidad climática como el mayor reto que el fabricante ha afrontado nunca. Y es que no se trata solo de producir coches eléctricos. La meta incide sobre las raíces del proceso productivo: modificando el modo en que se alimentan sus fábricas o aumentando la eficiencia en la producción.
En la planta de Skövde de Volvo, por ejemplo, ya han conseguido una reducción de emisiones de CO2 del 40 % a base de implementar la sostenibilidad. Todos estos avances se suman a la dinámica del pozo a la rueda de los SUVs eléctricos del fabricante, como el Volvo XC40 Recharge o el C40 Recharge.
La acción conjunta por la sostenibilidad de la compañía sueca se puede entender en las fechas de sus objetivos: llegados a 2030 solo producirán vehículos eléctricos. Antes, en 2025, la meta es disminuir las emisiones de CO2 en el ciclo de vida de cada vehículo en un 40 %, para convertirse en una marca neutra en 2040.
Los suecos demuestran una política con el coche eléctrico consecuente con las acciones que implican apostar por su tecnología. Es el último eslabón de una cadena de sostenibilidad que tampoco puede entenderse sin la eclosión de las motorizaciones eléctricas y el objetivo de la electrificación total.